La primera vez que leí a Pablo De Santis tenía algo de 19 años. La Universidad Ricardo Palma editó la colección Biblioteca Latinoamericana Contemporánea con la editorial Adobe a muy buen precio. Yo era un estudiante universitario de los que compraba libros en los puestos de periódicos cuando vi el libro número 23 de esta serie con el nombre “Filosofía y Letras”.
Por el título la novela parecía cualquier clase de lectura menos una policial, detectivesca o de misterio (escoja en lector el rótulo que prefiera). Esa fue la primera pista que no supe interpretar en ese momento sobre los libros de este escritor argentino: nunca son lo que parecen. Del mismo modo, “La traducción”, en la que el universo gira alrededor de estos profesionales del idioma, es otro libro de enigmas y contextos que multiplican las interpretaciones.
“El teatro de la memoria”, donde las enfermedades mentales tejen este telón oscuro en el que se encierran historias cotidianas y peligrosas es la prueba del método De Santis que ha perfeccionado como un artesano de la narración y el suspenso. Si con “La traducción” resultó finalista del Premio Planeta 1997, con “El enigma de París” obtuvo este galardón 10 años después. Ahora “Crímenes y jardines” (Planeta 2013) lo trae de vuelta en varios sentidos.
Primero, De Santis culminó una extensa gira promocional del libro laureado en la que forjó su amistad con Alonso Cueto (finalista del premio el mismo año con “El susurro de la mujer ballena”) y luego volvió a utilizar algunos personajes del libro en esta secuela que transcurre entre jardines, anticuarios, botánicos, taquígrafos, detectives y coleccionistas que multiplican las nociones, las historias y detalles en un libro de intriga, fantasía y sutil erudición.
En noviembre, el Grupo Planeta Perú trajo a Lima a Pablo De Santis y organizó una pequeña cena con lectores de novela negra. Cuando llegué al restaurante La Patagonia, en Miraflores, pensé en todo lo que quería preguntarle al escritor pero al final preferí escuchar lo que estuviera dispuesto a compartir. Ninguna pregunta es tan atinada como lo que alguien simplemente está dispuesto a contar, a repetir por convicción.
Pablo nos contó que no utiliza redes sociales (solo usa la computadora para escribir, una sabia lección para aspirantes a escritores), que sus padres son médicos, que al primer escritor peruano que conoció fue Iván Thays, cuando ambos eran “jóvenes escritores” (de hecho, en “Crímenes y jardines” hay un personaje llamado Carlos Thays, director de Parques y Paseos) y de algunos de sus escritores favoritos, Borges el primero de la lista.
“No podemos aceptar un mundo en el que cualquier cosa puede ocurrir a cada instante”, escribe en una de las últimas páginas de su reciente novela. Tal vez en esta línea se condensa parte de ese estilo que tiene Pablo De Santis para contarnos un mundo en el que el conocimiento, la filosofía y las intrigas se traman en un orquestado plan que se revela como en los clásicos de la literatura detectivesca, en las líneas finales, con una resolución de misterios y un encantamiento que persiste cuando ya se ha cerrado el libro.
Hay mucho de investigación, de recuerdos, de imaginación y asociación en “Crímenes y jardines” que hacen de esta novela algo más complejo que un relato para conocer quién fue el asesino o qué secretos se descifrarán al final de la historia. Hay un cultivo de la lógica del comportamiento, de la minuciosidad en los personajes, de la reflexión sobre el género policial y de la asociación entre elementos dispersos que, bien vistos, dejan siempre la sospecha de que todo puede tener una explicación.
De chico me gustaban las novelas policiales porque me maravillaba la habilidad de los detectives para seguir pistas imposibles. Ahora persisto en este género por su capacidad de reinventarse, de encerrar otras ideas, mundos y consecuencias. Con “Crímenes y jardines” De Santis ha hecho que me interese por la botánica, como antes hizo que quisiera aprender traducción o que pensara en estudiar los problemas de la memoria; pero también ha logrado que me sienta otra vez como ese lector adolescente que no puede soltar el libro de noche hasta que lo ha terminado.